lunes, 13 de octubre de 2014

Ciudá...

Ciudad de muerte. De rostros callados con el odio hirviendo.

Ciudad de sombras, esbirros del infierno por las calles, entre la gente pasmada por el miedo.

Ciudad oscura, con sus muros sucios de tizne y pintas sin sentido.

Ciudad que intenta gritar y la callan a punta de cuchillo y de pistola; Ciudad de ahorcados y cuerpos tirados en las brechas.

Ciudad de fe gastada, de miradas huecas y de hastió.

Ciudad enferma de violencia y  de apatía, con su calle principal llena de tráfico, cual arteria taponeada, como si nada pasara.

¡Pobrecita ciudad que ni es ciudad y que confunde progreso con tiendas de mercachifes gringos!

Pueblo de caciques de apellidos rimbombantes, dueños de aquí y allá, de esto y aquello, y también, ¿por qué no?, de alcaldías, oficinas públicas y diputaciones.

Ciudad podrida, de cabeza gacha; desquerida y arrumbada en el desierto; ¿Cuál fue tu falta para que el dedo de Dios te convirtiera en un nido de ratas y alimañas?

Ciudad que me arde, que me quema las entrañas  al verla agonizante y yo con ella…
¿Era la fuerza y el orgullo de los viejos, nuestros Padres y Madres, Abuelas y Abuelos,  el sostén de tu otrora grandeza y entereza y somos nosotros, los de ahora, los endebles?


Triste ciudad anquilosada, con tu Iglesia añeja y tu río seco, seremos nosotros y el tiempo quienes cavemos tu tumba o te devolvamos el aliento.