jueves, 30 de octubre de 2008

Mala suerte


Me quemó las manos, como braza o como hielo. Deje de ver lo que era obvio. Mi razonamiento fue nulificado, se extinguió; y entonces el miedo reinó. Lo pueril se volvió de repente el patrón; lo insensato, lo ilógico, el sinsentido, formaron una cortina rugosa, con pliegues de piel de elefante, que me aislaron poco a poco de lo demás. 
Ya no pude distinguir las acciones y reacciones. Era desesperante seguir atado al hilo filoso de lo que yo no controlaba.
Escupí y maldije, arroje blasfemias, estire mis cabellos y frote impotente mis ojos una y otra vez. Decidí permanecer sentado en la banqueta del infortunio mientras el viento levantaba la tierra en las calles de la gente que vive como se debe vivir.
Fui abriendo un agujero en mi cabeza para llenarlo de desperdicios mentales y emociones podridas. Deje caer los brazos a los costados y cerré los ojos esperando recibir el próximo chingazo. El cerillo con la flama agonizante, esa cosa que reconocía como fe, se fue extinguiendo hasta que solo quedo un rastro de humo con olor a azufre.
El dormir dejo de ser efectivo para combatir el cansancio y comencé a caminar de aquí para allá sin saber muy bien a donde iba. O si iba.
Entonces lo creí todo perdido y vi a mis pies la tierra suelta y las piedras filosas de un barranco negro. Y una voz suave comenzó a hablarme desde adentro y susurraba las cosas que los locos entienden como verdades.
Supuse que así se empezaba. Así era como todo cambiaba. Y justo cuando creí que podía aceptar eso, de algún lado broto la oración, cómo un eco débil pero audible: “Yo no creo en la mala suerte”.
Por hoy estoy cuerdo.

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