Fue entonces que hubo un punto de inflexión. Comence a escuchar cosas que languidecían con hermosa cadencia; era una coronación sonora a la displicencia. Y todos dicen "aburrido", pero esa música es un viento suave que me baila sobre el pecho, que mece mi apatía. Es la eterna tarde del domingo. Fatiga crónica, un intento de comprensión a lo inmovil. Una falla del ánimo.
Poco a poco todo comienza a perder importancia. Y lo que se mueve a paso lento, lo que se arrastra, va dejando senderos de desechos mentales, como si desprendiera capas de carne y piel que no son otra cosa que recuerdos distorsionados.
Y es cuando apenas se logra vislumbrar que esa calma, esa falsa calma, es un torbellino de fuerza, un lamento pidiendo a gritos una cura; un trago mas, un jalón mas, una caladita mas, una arreglada mas y ya.
Entonces todos los que ya no nos morimos a tiempo, entendemos tarde o temprano que esa calma, que esa suavidad mal disfrazada es el consuelo de la rabia que asoma a destellos.
Los que viajaban a tu lado, o se bajaron del tren en la parada anterior o ya no entienden tus balbuceos. Sabes que ahora vas solo.
Con la vista clavada en ningún lado, veo que todo queda reducido a un cuerpo con número. Un laberinto para ratas que habrá que recorrer hasta la muerte. ¿Salida? no hay tal cosa. Solo quedarse inmovil, paralizado, abúlico; y que no se enteren que hay una melodía resonando en las paredes de tu craneo.