martes, 25 de septiembre de 2007

De pie frente a las ruinas


Mi mundo se desmorona. Se va con el agua sucia por el resumidero. Se retuerce y cae en virutas por el laberinto oscuro de la cañería.
Y yo de pie frente a las ruinas, esperando ver los fragmentos de cuerpos, esperando con miedo ver los rostros desencajados. Y distingo las varillas oxidadas, y los pedazos de concreto y la gente que grita. Que sensación tan más desoladora; son dos pisos de un edificio derrumbado, y todo el panorama es gris, como en esas tardes en que la luz del sol casi se desvanece.
De pronto, esperando el transporte publico. Lucecitas en el techo y un señor conduciendo apurado.
Es extraño; siento como si el camión volara y me sostengo con fuerza de un tubo que esta encima de mi cabeza. Cierro los ojos y el vértigo se afianza en la boca del estomago.
Cuando los abro, la calle es normal. Casi normal. El camión avanza tranquilamente, pero ahora esta esa pequeña niña mirando fijamente hacia mí. No puedo sostener su penetrante mirada y me asomo por la ventana. Hace frió.
-Fuiste tu.
La voz casi susurrada me tomo por sorpresa; voltee hacia la esquina del autobús y ahí estaba la pequeña, con una sonrisa apenas perceptible y un fleco negro casi cubriéndole los ojos. Su rostro moreno me pareció de pronto familiar.
-Tu fuiste.
-“No, no fui yo”, creí responder, casi automáticamente, aunque no sabia de que estábamos hablando. Pero la angustia apareció de nuevo, y los gritos de gente llorando y pidiendo ayuda, y entonces entendí a que se refería la niña. Y sentí que yo debí haber estado en el edificio junto con todos mis compañeros de trabajo, en lugar de ver desde lejos como se venia abajo toda esa estructura entre nubes de polvo. Los vi perderse entre el escombro y corrí lejos al oír todos esos lamentos. Tan lejos, hasta llegar a la estación.
El camión se detuvo en un semáforo. Mire a mi alrededor y pude ver la ciudad en llamas, en un tono naranja hipnotizante. El autobús se detuvo y una anciana subió, con pasos lentos, sosteniéndose de las paredes, con la cabeza cubierta por un manto.
Por la ventana, niños pequeños bailando, moviéndose, doblando el abdomen y la espalda, con arrugas, con las manos artríticas, con los ojos grises, con hilachos de pelo en la cabeza. Con risas como de enfermos.
No eran niños, eran enanos; enanos decrépitos bailando al compás de una música inexistente.
Sentí frió y ganas de salir corriendo, pero la anciana aun estaba en el pasillo, con su vestido negro y blanco y su cabeza cubierta por el oscuro velo. Encorvada, parecía sostenerse de un bastón enredado entre sus ropas. De pronto estiro un brazo hacia el frente, como señalando algo a mis espaldas. Por instinto gire mi cabeza y atrás no había nada, solo el color negro, profundo, como un espacio que se cierra deglutiendo todo a su alrededor.
Luego la Luz de la televisión. El ruido del ventilador, el techo de mi cuarto. Carlos Loret De Mola y su voz neutra hablando de todos esos muertos en el medio oriente.
La angustia se fue y me sentí tranquilo.
En mi mundo, nadie había muerto; era el mundo de la tele el que se desmoronaba.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Diras misa hermano, pero hay esencia y wevos en tu escritura, insisto! No dejes de escribir.