sábado, 7 de noviembre de 2009

Agua


H
acia tiempo se había convencido a sí mismo de su vulnerabilidad al agua. Comenzó a sentirla como pequeños  e incómodos cristales que se le clavaban  en el cuerpo al ducharse. Poco a poco el dolor se fue haciendo más intenso, así que dejo de hacerlo. No tardo mucho en  sentir que al pasar los pequeños tragos  por su garganta, ésta se rasgaba como si cuchillas transparentes le hicieran dolorosos cortes. Se encerró en su oscura habitación. Los dientes comenzaron a  ponérsele amarillos por el refresco de cola (única bebida que podía soportar tragar con un poco menos de dolor) y  su rostro  se mostraba plomizo.

A veces conseguía ponerse en pie y observaba a los niños jugar desde su ventana. Con el tiempo dejaron de llamar de su trabajo. Seguramente lo despidieron.

Se paseaba  lentamente por  la sala, dando sorbos de refresco y cuando mordía una manzana y escurría algo de jugo por sus comisuras, se asustaba de solo imaginar que  ese líquido dulce fuera agua.

Comía cosas resecas,  y su saliva cada vez más pastosa le dificultaba tragar el bocado.

Salía una vez a la semana,  siempre de noche a comprar víveres; no sin antes revisar  meticulosamente el pronóstico del tiempo. Envuelto en ropa impermeable que ajustaba con cinta en las mangas, con guantes, gafas protectoras y con pesadas botas de hule. Sus vecinos no tardaron en tildarlo de loco.

Veía con insólito  temor los nubarrones que se formaban por las tardes, y  aun cuando estaba temblando dentro de su cama, el solo escuchar el repiqueteo de las gotas cayendo sobre el asfalto, lo desquiciaba, haciéndolo sollozar presa de un pánico desmedido.

A veces, por las mañanas, la sed lo acorralaba y entonces el dulzón sabor del refresco sólo le provocaba asco. Era entonces cuando el suicidio atravesaba su mente, como  una idea liberadora. Poco a poco recobraba  algo de tranquilidad y entonces se quedaba dormido la mayor parte del día, evitando  cualquier esfuerzo que lo hiciera  sudar y por consiguiente sentir como si afiladas agujas brotaran de su piel, para después, como si de microscópicos  pedazos de filoso vidrio se tratara,  se juntaran en gotas hirientes que escurrían  por su cuerpo.

Su estomago se fue hinchando y defecar se convirtió en un verdadero suplicio.

Con el tiempo, su escasa saliva comenzó a lastimarle. Tomaba pastillas para dormir y de esa manera  permanecer inconsciente la mayor parte del tiempo.

Al final, fue una circunstancia tan fortuita como inesperada lo que provoco su muerte; La última noche que permaneció con vida, una fuerte tormenta provoco un apagón  masivo en la ciudad. Asustado y sin fuerza, se cubrió con sus sabanas mientras lloraba y suplicaba que el agua no se colara por debajo de su puerta. Poco a poco el sueño y el cansancio lo fueron venciendo, hasta que no supo más de sí.

Cuando despertó,  su cuerpo húmedo de sudor le dolía  como si alguien le hubiera dado una paliza.  Imaginó un millón de llagas en su cuerpo y los pliegues de su piel  alojando diminutos vidrios molidos, navajas perforando  lentamente sus órganos, imaginó cortes como los que se hacen con el filo de una hoja de papel, y espinas filosas de cristal  en su nuca y sienes.

Con todo este dolor, y la sed (la eterna sed) desesperante, lacerante, omnipresente  desde hace algunos días, se levanto de su cama para tomar un vaso de coca-cola y... olvido ponerse sus sandalias.

Su casa, sin electricidad desde hace horas, se sentía extrañamente quieta.  No  estaba el ruido habitual de televisor, tampoco el parpadeo rojo del reloj, la sala permanecía en una extraña penumbra. Se dirigió hacia la cocina y cuando dio un paso hacia el refrigerador, una ola de dolor se expandió desde sus pies descalzos, recorriéndole la medula hasta llegar a su cabeza: Fría agua encharcada mojaba las plantas de sus pies y podía sentir como se desgarraban los nervios. Paralizado momentáneamente por el horror y el asombro, lanzo un aullido indescriptible que resonó en toda la casa; dos (interminables) segundos después  estaba saltando hacia atrás, al tiempo que se le dibujaba en el rostro un rictus de dolor. Su pie derecho, húmedo y dolorido piso el suelo  y derrapo, haciéndolo perder el equilibrio.  Fue un instante  el que permaneció suspendido en el aire; apenas un instante en el que sus ojos se abrieron  como queriendo salirse de sus cuencas. Apenas un instante y su cabeza chocó contra el suelo, haciendo un sonido  sordo de golpe, como una calabaza haciendo pedazos.

Su cuerpo permaneció inmóvil y sin vida tendido  en el piso; Mientras su piel agrietada y reseca como el terreno de un desierto, absorbía el charco de agua fría que el refrigerador descongelándose iba dejando.

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