miércoles, 30 de noviembre de 2011

De vuelta al principio


…Entonces, volvamos al principio; la razón inicial, el deseo perpetuo, tal vez sofocado con paladas de olvido, pero aun latente: El motivo original.
Lanzar piedras a los charcos bajo el cielo nublado en las tardes de brisa fresca, con el verde de las hojas limpias, recién lavadas, de los arboles. Los autos pasan despacio y las cajas de madera de la frutería casi brillan con destellos multicolores de fruta podrida. Los niños del desierto brincan gustosos entre la humedad; aun no hay balas, ni muertos, ni noticias de desgracias al instante, solo una inocencia febril que ignora ser amenazada por el inminente arribo de una conciencia secuestrada por hormonas.
Y decía, ese motivo es un arrebato de ternura, un fuego interno que carcome el ego y traza puentes hacia otra alma. Un impulso creador, algo que somete a la realidad y le da entera libertad al animal enjaulado en nuestro cuerpo, un animal infantil y desmedido, un agitador, un revoltoso creyente incorregible de utopías; un reivindicador de las causas perdidas, de los sueños fallidos, de los acordes disonantes. Libre, este ente amorfo desquebraja lo real en fragmentos que parecieran irreconciliables y una ficción juguetona comienza su reinado diminuto, fugaz; y tan solo por unos cortos instantes, todo es como debería de ser.
A veces, quedan fotografías cerebrales de esos momentos, entre escondrijos de neuronas sediciosas, que los resguardan como preciados tesoros. Reaparecen igual que luciérnagas en noches de verano, y traen consigo incluso los olores, los sonidos; pinturas tridimensionales con vida propia que hablan de otras realidades, de acomodos diferentes de las existencias, de surcos aleatorios que se entrelazan de manera distinta a la que lo hicieron en el melodrama pastoso que se reconoce como realidad.
Tristemente, esa explosión onírica realística permanece dormida la mayor parte del tiempo, bajo el yugo de lo entendible, de lo lógico, de lo tangible y comprobable. Pero si la encontrara, si diera con ella, no la dejaría perderse en el laberíntico palacio químico de mi cerebro; me aferraría a ella con tal fuerza que tal vez quedaría prisionero -¿libre?- en un eterno instante infinitesimal, enganchado para siempre en una melodía sin final y jamás tocada, apenas perceptible, como el recuerdo más borroso de la infancia temprana.

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