El humo sale de su boca y se
eleva suavemente. Imagina que es su alma la que se escapa por la sala mal
iluminada. Así de triste. Baja su mirada y esta tropieza con sus nudillos
saltones sobre la barra. En su mano izquierda un cigarrillo y una botella de
cerveza tibia. En la derecha solo mugre bajo sus uñas. Observa el pequeño
escenario y las mesas vacías. En realidad no le importa. En las bocinas, suena “el
microbito” de Fobia, pero en su cabeza, aislada del sonido local, suena “Si
tuviera un corazón” de Meza. Un trago más, la última calada. Dirige sus pasos
torpes al baño. Mientras orina, ve en un
sucio espejo su reflejo, sus ojeras, su mala pinta, todo bajo una luz azulada. Regresa
a la barra. Pide otra cerveza y el cantinero lo observa un instante con un dejo
de reproche, pero no dice nada y le da otra Victoria helada. Son Casi las once.
Voltea de nuevo hacia el escenario improvisado. Ahí está su guitarra madreada. Lo
espera pacientemente. Se le dibuja una sonrisa un poco amarga; solo ella sabe
su blues. Solo ella aguanta su maltrato, su pobreza, sus vicios. Un bendito
trozo de madera que lo mantiene a flote en el vasto mar de las desgracias. Se
da cuenta que elucubra y vuelve en sí. Otro traguito y se encamina hacia su
instrumento. Pulsa algunos acordes para checar su afinación. Golpea con el dedo
el micrófono y dice “si, dos dos…”. El cantinero detiene la canción de Caifanes.
Justo en ese instante entra al bar un grupo de muchachas, carcajeando, con su
ropa de viernes. Sentado en su banquillo, afinando la primera cuerda, las
observa. Ellas piden unos tragos. El Comienza a tocar un tema suave, apenas un
susurro, pero con la suficiente fuerza para arañar su maltratado espíritu. Termina y un aplauso tímido
se oye a lo lejos, entre risas. Agradece. Alguna de ellas grita: “¡Una de Zoé!..”.
Se le pone serio el rostro. Hace como que no escucha y toca un par de temas más; cierra los ojos y hace malabares con las
palabras, su voz ronca escupe sus visiones y sus miedos, teje con acordes
historias y metáforas, abre su pecho para que se asomen al mundo sus demonios,
bailando con las notas que las musas le susurraron.
Abre los ojos. El grupo de
muchachas abandona el lugar.
El cantinero mueve
negativamente la cabeza; él le da un trago a su cerveza y continúa cantando
para nadie, como si fuera la última noche de su vida.