martes, 23 de septiembre de 2014

El Cantante

El humo sale de su boca y se eleva suavemente. Imagina que es su alma la que se escapa por la sala mal iluminada. Así de triste. Baja su mirada y esta tropieza con sus nudillos saltones sobre la barra. En su mano izquierda un cigarrillo y una botella de cerveza tibia. En la derecha solo mugre bajo sus uñas. Observa el pequeño escenario y las mesas vacías. En realidad no le importa. En las bocinas, suena “el microbito” de Fobia, pero en su cabeza, aislada del sonido local, suena “Si tuviera un corazón” de Meza. Un trago más, la última calada. Dirige sus pasos torpes al baño.  Mientras orina, ve en un sucio espejo su reflejo, sus ojeras, su mala pinta, todo bajo una luz azulada. Regresa a la barra. Pide otra cerveza y el cantinero lo observa un instante con un dejo de reproche, pero no dice nada y le da otra Victoria helada. Son Casi las once. Voltea de nuevo hacia el escenario improvisado. Ahí está su guitarra madreada. Lo espera pacientemente. Se le dibuja una sonrisa un poco amarga; solo ella sabe su blues. Solo ella aguanta su maltrato, su pobreza, sus vicios. Un bendito trozo de madera que lo mantiene a flote en el vasto mar de las desgracias. Se da cuenta que elucubra y vuelve en sí. Otro traguito y se encamina hacia su instrumento. Pulsa algunos acordes para checar su afinación. Golpea con el dedo el micrófono y dice “si, dos dos…”. El cantinero detiene la canción de Caifanes. Justo en ese instante entra al bar un grupo de muchachas, carcajeando, con su ropa de viernes. Sentado en su banquillo, afinando la primera cuerda, las observa. Ellas piden unos tragos. El Comienza a tocar un tema suave, apenas un susurro, pero con la suficiente fuerza para arañar  su maltratado espíritu. Termina y un aplauso tímido se oye a lo lejos, entre risas. Agradece. Alguna de ellas grita: “¡Una de Zoé!..”. Se le pone serio el rostro. Hace como que no escucha y toca  un par de temas más;  cierra los ojos y hace malabares con las palabras, su voz ronca escupe sus visiones y sus miedos, teje con acordes historias y metáforas, abre su pecho para que se asomen al mundo sus demonios, bailando con las notas que las musas le susurraron.
Abre los ojos. El grupo de muchachas abandona el lugar.

El cantinero mueve negativamente la cabeza; él le da un trago a su cerveza y continúa cantando para nadie, como si fuera la última noche de su vida.

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