miércoles, 10 de octubre de 2007

Mi amigo el Cucaracho


Escondido entre el jabón y el shampoo, descansando en la ventana del baño, con las patas húmedas y las antenitas moviéndose de aquí para allá, me saluda mi amigo el cucaracho.

Cualquiera, victima de la repugnancia, hubiera cambiado de jabón y asestado tremendo chanclazo, pero no yo; abandonado por quien juro amarme hasta que la muerte nos separara, enredado en la mas insípida, desesperante e insana de las rutinas, olvidado por amigos y parientes, vi en aquel pequeño y café ser, el motivo para terminar de volverme loco o bien, la oportunidad de encontrar un nuevo amigo.

Yo tomaba el jabón y el corría al otro extremo de la ventana; en ocasiones bajaba por la esquina de la pared y se posaba cerca del piso. Curiosamente jamás intento volar; tal vez no era de ese tipo de cucarachos. Yo me duchaba apresurado por no llegar tarde al trabajo y mientras me escurría el agua por la cara intentaba ver si no había escapado.

Con el pasar de los días llegue a hablarle; le decía “¿qui`hubo cabrón?” o “¿Qué pedo, Como amaneciste güey?” cosas así.

De pronto me descubrí dejándole restos de comida a la orilla del excusado y mientras imprimía alguna copia en el trabajo a media tarde, pensaba:” ¿que andará haciendo el pinche cucaracho?”. Nunca le puse nombre; de alguna manera eso me parecía patético por que en si, el cucaracho no era una mascota; era mas bien como un compañero de trinchera y me molestaba la idea de llamarlo de una forma que a el no le pareciera, como cuando le pones un apodo a alguien solo por el afán de joderle la existencia. Realmente no quería portarme así con el.

Llegaba del trabajo y el primer lugar que visitaba era el baño, buscándolo entre los rincones y hablándole como si escuchara mi tono amistoso de voz. Echaba una meada y de pronto ahí estaba: paseándose por el lavabo moviendo sus antenas como saludándome después de una larga jornada.

Fue una tarde de un domingo, crudo y con vaso de whisky en mano, lo encontré pegado a la cortina azul celeste del baño. Me senté en el excusado y le conté toda mi desgraciada vida; los amores perdidos, el día que me aporrearon en segundo de secundaria, mis problemas con la autoridad y aquella cena familiar cuando llegue cayéndome de borracho avergonzando a mi madre. El movía sus antenas, como diciendo: “Tranquilo, no pasa nada; mira que hay cosa peores que ser un humano”.

Una mañana me asuste al no verlo; me cepille los dientes, me duche y seguía preocupado por no encontrar rastro del cucaracho; justo cuando me enredaba la tolla a la cintura, vi que salía tímidamente del resumidero; no lo pude evitar y esbocé una amplia sonrisa. Todo el día estuve de buen humor.

En una ocasión estuve a punto de pisarlo; con un intenso dolor de estomago y una diarrea que me había comenzado a atacar desde la mañana, esa tarde entre corriendo al baño sin tener un mínimo de precaución; desabotone y baje mis pantalones y tras un sonoro pedo y una gratificante defecada en chorro, seguida de una sensación realmente liberadora, lanze un suspiro de satisfacción y con los ojos cerrados recargué mi barbilla entre mis manos.

Fue entonces que abrí los ojos y lo vi a escasos centímetros de mi zapato. Ahí estaba quieto, no se si reprochándome mi falta de cuidado o si realmente estaba preocupado por mi estado de salud. Falto poco para que lo tomara entre mis manos y le jurara jamás volver a irrumpir en su recinto de esa manera.

Durante un tiempo no me detuve a pensar en mi comportamiento anormal; pero cuando rechacé una invitación de una chica del trabajo para salir a cenar por no querer dejar solo al cucaracho, comencé a pensar que tal vez estaba llegando algo lejos. Entonces comprendí que sentir aflicción al ver los anuncios de insecticidas, tal vez no era tan sano, en eso de la cuestión mental. Pero no me malinterpreten; mi estima por el cucaracho jamás se desvaneció; simplemente no quería comprometerme tan a fondo con el.

Asi que un fin de semana tome un recogedor y sin decir palabra alguna, lo inste a que subiera en la paleta. El dócilmente, como entendiendo que algo ya no engranaba bien, subió. No pude evitar sentir un nudo en la garganta y aguantando el remordimiento lo puse en un frasquito de vidrio que envolví en papel estraza.

Conduje hasta el basurero municipal, anochecía. Baje del auto y camine unos metros adentrándome en las montañas de desechos, sintiendo como el viento me llenaba los pulmones de un olor a podrido, y suciedad. Tras la mirada curiosa y extrañada del guardia, me puse en cuclillas y abrí el frasco.

“Vas a estar bien güey, no chilles”- le dije con un hilo de voz. “Mira cuanta mierda y mugrero,
¡estas en el paraíso cabrón! Y sin morirte”. El solo camino apresurado unos centímetros y se detuvo. Movió las antenas y se perdió entre bolsas negras, botellas, latas y envolturas de alimentos. Alo lejos vi a unas ratas escabullirse. Sabía que jamás lo volvería a ver.

Al llegar a la casa, me serví un trago, encendí la televisión y fui a orinar al baño. La tristeza apenas comenzaba a disiparse cuando me percaté del pequeño óvalo café que asomaba por el resumidero. No lo pensé dos veces y lo aplaste; crujiendo bajo mi suela, de su cuerpo broto esa cosa oscura y viscosa que suele brotar de un cucaracho aplastado. “Demasiado viejo para comenzar a volverte orate de nuevo”, pensé.

Una vida en soledad, puede ser soportable.

Una vida sin sexo, nunca. Me lo dijo un cucaracho.

1 comentario:

rogelio garza dijo...

un Gregorio Samsa personal.

qué buen cuento. sin duda, la soledad enloquece.