viernes, 2 de octubre de 2009

A veces, Dios se acuerda de mí.

Inmóvil, de pie,  en la esquina; bajo el sol de mediodía en un recién iniciado verano de mi cuarto año de primaria. Con los zapatos llenos de polvo  y las gotas de sudor brotando de mi frente, pude estar parado ahí o cruzar la calle; pude haber bajado a la avenida transitada un minuto antes, o  haberme  quedado platicando con Berna sobre cualquier chiste en casa de su abuela mientras nos pegábamos en el hombro para ver a quien le dolía primero.

Pero no fue así. Baje  por la callecita sin pavimentar hasta llegar a la avenida con su ruidoso trafico de mediodía y  me pare justo en la esquina, aun lado de la casa de barda color mostaza.

Supongo que espere a que el trafico aminorara, pero no lo podría asegurar, por que entonces todo fue como un sueño, borroso y lento. El ruido de la calle, los sonidos habituales, se callaron. No hubo sonido alguno; levante la vista y gire mi cabeza hacia la derecha y lo vi venir, zigzagueando, directo  hacia mi. Un carro gris, sin pintar,  y unas manos aferradas al volante. No hubo rostros con angustia, ni rechinar de llantas, ni gritos; no hubo ruido alguno. Solo el auto virando  directo hacia mí, como queriendo doblar  en la esquina a una velocidad inadecuada. Un metro; tal vez un metro y medio, esa fue la distancia que me  separo del armatoste mientras se impactaba en la barda color mostaza; y en ese instante el sonido volvió. Escuche el estruendo y vi al auto derribar los bloques en medio de polvo y pedazos de cemento; lo vi, extremadamente veloz  atravesar el jardín y derribar la pared de un cuarto de la casa y solo en ese instante, en medio de escombros, humo y tierra, el auto se detuvo.

De pie, incrédulo, permanecí inmóvil, sin saber si estaba soñando o en verdad había ocurrido aquello. Vi a los mecánicos del taller que estaba en contra esquina, correr apresurados y entonces pude escuchar los gritos de la señora de la casa. Un señor  detuvo su auto y se acerco a preguntarme si estaba bien. No le respondí. Con los ojos muy abiertos, me quede un momento mas  viendo a la gente correr para todos lados,  mientras se oian a lo lejos  los gritos desesperados de la mujer.

Entonces crucé la calle, camine dos cuadras más y llegue a mi casa comer sopa de fideo y taquitos dorados de  carne molida y ensalada de lechuga.

No lo había pensado, pero creo que de vez en cuando Dios se acuerda de mí.

 

No hay comentarios: