viernes, 25 de julio de 2014

Dimas

Caminaba descalzo entre latas oxidadas, pañales sucios y demás desperdicios, bajo el sol abrasante de mediodía. El tiradero lo reconocía como un visitante frecuente y lo saludaba con sus toneladas de inmundicia y su característico viento tibio de Julio, fétido, agridulce y asqueroso.
Sus talones endurecidos de mugre, recorrían entre veredas de bolsas multicolores el enorme terreno  imperfecto que se  abría ante sus ojos. Mientras se le calentaba la cabeza bajo el pelo cenizo, picaba con una rama un animal muerto; imposible saber si esa masa negra y engusanada fue en vida gato, perro o coyote. El zumbido de las moscas  gordas lo entretenía y se imaginaba que algún día le crecerían alas de color verde tornasol como a ellas. Entonces se reía a carcajadas y algún otro pepenador volteaba y lo veía como diciéndole: “¿Y ora tú? ¿Tas loco o qué?...”
Con el sol cayendo como plomo, se cubría la cabeza con un elegante  sombrero de tapa de huevos, mientras revisaba si había algo “bueno” en el cargamento recién depositado por el camión del basurero municipal. A sus escasos ocho años y sin ir a la escuela, ya era capaz de distinguir las cosas que podían tener algún valor, de lo que no valía nada. Orgánico e inorgánico. Todo un ecologista.
A veces se sentaba sobre los tablones de lo que alguna vez fue un sillón y recordaba algún día de suerte, como cuando encontró aquella bolsa llena de  truzas deshilachadas y pantalones raídos casi de su talla. No estaban nuevos, ¡pero estaban limpios! Después también se  acordaba  de los días malos, como cuando descubrió aquella caja llena de  chocorroles y gansitos,  ¡empaquetaditos, sin abrir!; lo que primero fue una alegría total se convirtió en una calentura y un dolor de panza tan cabrones que casi  no la cuenta. Pero la práctica hace al maestro y lo que no te mata te fortalece. Esto no lo pensaba él; no con estas palabras. Si acaso lo intuía.
Y así Dimas, que ese era su nombre, pasaba las tardes en el tiradero, viendo a las ratas casi del tamaño de tlacuaches correr y esconderse entre la basura enzoquetada, jugando a ratos con Tribilín, un perro flaco con la piel rosada de tanta roña y la carne expuesta en una pata trasera. Los demás niños no se le acercaban al pobre animal que además parecía tener las orejas llenas de grajeas, como de dulce, pero que en verdad eran garrapatas panzonas que le chupaban la sangre. Todos lo rechazaban o le tiraban piedras, pero él no; de alguna forma, Dimas sabía que Tribilín pronto estaría muerto, y algo de compañía en sus últimos días era lo menos que él podía darle. Con ocho años y sin ir a la escuela, Dimas era un experto en ética y bondad.
¿La ciudad? No le gustaba. Alguna vez, cuando su abuelo aún podía caminar, lo llevo a ese lugar, con sus anuncios luminosos y los camiones y los carros haciendo todo ese ruido, como graznidos de pájaros gigantes, y toda la gente saliendo y entrando, todos con prisa. Su abuelo tocaba su violín viejo  mientras el recorría la parada de autobús con un bote de leche, esperando que cayera alguna moneda. Nadie los miraba y si alguien lo hacía, era con un gesto  de asco y desprecio. Y ese gesto perduraría en su memoria por siempre; como mancha de sangre, como cicatriz que no cierra.
La ciudad nunca sería su casa, él lo sabía.
Y alguna vez sintió como el corazón se le iba llenando de amargura, pero no sabía por qué; ¿Cómo  podría saber que era porque su madre había muerto al parirlo?; ¿Cómo podría entender que era porque su abuelo agonizaba en un catre con ambas piernas amputadas y los muñones infectados? ¿Cómo asimilar que su padre, jamás lo amo ni quiso hacerse cargo de él?
Con solo ocho años, Dimas ya enraizaba en su cuerpo de niño la desgracia, el horror y la injusticia, como un brebaje  amargo que se le impregnaba hasta el tuétano. Pero esto él no podía saberlo; si acaso lo intuía y su mente de niño lo aliviaba  un poco, viendo el opaco universo del basurero como un campo de juegos.

Dimas, que ironía de nombre para un niño al que la vida le ha robado todo.

Observó como el sol se ocultaba lentamente entre los cerros. Se rasco las ronchas de los brazos y levanto las cuatro bolsas  llenas de botellas vacías, latas y trozos de fierro. Una nube de mosquitos coronaba su cabeza. Tribilín se alejaba entre las montañas de basura y el dio media vuelta y se encaminó al jacal levantado con cartones y pedazos de lámina donde lo esperaba su abuelo.
En su mente jugaba con la idea de que a lo mejor, un buen día, él sería  un bulto de pelos y huesos, tirado en el basurero mientras las moscas revolotearían gustosas y entonces otro niño lo picaría con una ramita y se preguntaría si era perro o gato o un coyote.

Dimas sonrió.

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