Caminaba descalzo entre latas
oxidadas, pañales sucios y demás desperdicios, bajo el sol abrasante de mediodía.
El tiradero lo reconocía como un visitante frecuente y lo saludaba con sus
toneladas de inmundicia y su característico viento tibio de Julio, fétido, agridulce
y asqueroso.
Sus talones endurecidos de
mugre, recorrían entre veredas de bolsas multicolores el enorme terreno imperfecto que se abría ante sus ojos. Mientras se le calentaba
la cabeza bajo el pelo cenizo, picaba con una rama un animal muerto; imposible
saber si esa masa negra y engusanada fue en vida gato, perro o coyote. El
zumbido de las moscas gordas lo entretenía
y se imaginaba que algún día le crecerían alas de color verde tornasol como a
ellas. Entonces se reía a carcajadas y algún otro pepenador volteaba y lo veía como
diciéndole: “¿Y ora tú? ¿Tas loco o qué?...”
Con el sol cayendo como plomo,
se cubría la cabeza con un elegante
sombrero de tapa de huevos, mientras revisaba si había algo “bueno” en
el cargamento recién depositado por el camión del basurero municipal. A sus escasos
ocho años y sin ir a la escuela, ya era capaz de distinguir las cosas que podían
tener algún valor, de lo que no valía nada. Orgánico e inorgánico. Todo un
ecologista.
A veces se sentaba sobre los
tablones de lo que alguna vez fue un sillón y recordaba algún día de suerte,
como cuando encontró aquella bolsa llena de
truzas deshilachadas y pantalones raídos casi de su talla. No estaban
nuevos, ¡pero estaban limpios! Después también se acordaba de los días malos, como cuando descubrió aquella
caja llena de chocorroles y gansitos, ¡empaquetaditos, sin abrir!; lo que primero
fue una alegría total se convirtió en una calentura y un dolor de panza tan
cabrones que casi no la cuenta. Pero la práctica
hace al maestro y lo que no te mata te fortalece. Esto no lo pensaba él; no con
estas palabras. Si acaso lo intuía.
Y así Dimas, que ese era su
nombre, pasaba las tardes en el tiradero, viendo a las ratas casi del tamaño de
tlacuaches correr y esconderse entre la basura enzoquetada, jugando a ratos con
Tribilín, un perro flaco con la piel rosada de tanta roña y la carne expuesta
en una pata trasera. Los demás niños no se le acercaban al pobre animal que además
parecía tener las orejas llenas de grajeas, como de dulce, pero que en verdad
eran garrapatas panzonas que le chupaban la sangre. Todos lo rechazaban o le
tiraban piedras, pero él no; de alguna forma, Dimas sabía que Tribilín pronto estaría
muerto, y algo de compañía en sus últimos días era lo menos que él podía darle.
Con ocho años y sin ir a la escuela, Dimas era un experto en ética y bondad.
¿La ciudad? No le gustaba. Alguna
vez, cuando su abuelo aún podía caminar, lo llevo a ese lugar, con sus anuncios
luminosos y los camiones y los carros haciendo todo ese ruido, como graznidos
de pájaros gigantes, y toda la gente saliendo y entrando, todos con prisa. Su
abuelo tocaba su violín viejo mientras
el recorría la parada de autobús con un bote de leche, esperando que cayera
alguna moneda. Nadie los miraba y si alguien lo hacía, era con un gesto de asco y desprecio. Y ese gesto perduraría en
su memoria por siempre; como mancha de sangre, como cicatriz que no cierra.
La ciudad nunca sería su casa,
él lo sabía.
Y alguna vez sintió como el corazón
se le iba llenando de amargura, pero no sabía por qué; ¿Cómo podría saber que era porque su madre había muerto
al parirlo?; ¿Cómo podría entender que era porque su abuelo agonizaba en un
catre con ambas piernas amputadas y los muñones infectados? ¿Cómo asimilar que
su padre, jamás lo amo ni quiso hacerse cargo de él?
Con solo ocho años, Dimas ya
enraizaba en su cuerpo de niño la desgracia, el horror y la injusticia, como un
brebaje amargo que se le impregnaba
hasta el tuétano. Pero esto él no podía saberlo; si acaso lo intuía y su mente
de niño lo aliviaba un poco, viendo el
opaco universo del basurero como un campo de juegos.
Dimas, que ironía de nombre
para un niño al que la vida le ha robado todo.
Observó como el sol se
ocultaba lentamente entre los cerros. Se rasco las ronchas de los brazos y
levanto las cuatro bolsas llenas de
botellas vacías, latas y trozos de fierro. Una nube de mosquitos coronaba su
cabeza. Tribilín se alejaba entre las montañas de basura y el dio media vuelta
y se encaminó al jacal levantado con cartones y pedazos de lámina donde lo
esperaba su abuelo.
En su mente jugaba con la idea
de que a lo mejor, un buen día, él sería
un bulto de pelos y huesos, tirado en el basurero mientras las moscas
revolotearían gustosas y entonces otro niño lo picaría con una ramita y se preguntaría si
era perro o gato o un coyote.
Dimas sonrió.
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