Había una vez, en un lejano y semidesértico
lugar conocido como Monclohoyos, un niño llamado Pablo; que a su vez tenía un
perro al que cariñosamente bautizó como Cachito.
De patas largas y flaco, Cachito
bien pudo ser hijo de un galgo, y aun
cuando su mestizaje era evidente, era un perro amoroso y fiel a su amo.
Medio callejero –como el
dueño-, un día Cachito salió mal librado de una justa perruna y el
resultado fue una tremenda mordida en la
nalga derecha ( si es que los perros tienen nalgas) que con el paso de los días
se le infectó. Con dificultad, Cachito
arrastraba la patita para desplazarse
de un lugar a otro.
Por ese entonces existía en el
reino de Monclohoyos un temible escuadrón: Los DOG-BUSTHERS, unos esbirros que eran
algo así como aprendices de antimotines, dedicados a capturar y desaparecer a
todos los perros callejeros del reino.
Una mañana soleada, mientras
hacían su patrullaje en su camioneta-perrera, un dog-busther alertó a su
compañero:
-¡Güacha compi, ya picó el
primero!
-¡Ajúa!- respondió emocionado
el compinche.
Raudos y veloces, con sus
palos pesca-perros, sujetaron a su víctima por el cuello que,
herido de su pata trasera, solo atino a ladrar un “Warff” lastimero, como
diciendo: “Oh, ¿qué será de mí?”.
Así es; efectiva y lamentablemente
se trataba de Cachito.
Entre carcajadas siniestras,
los dog-busthers aventaron a Cachito a la caja de la camioneta-que era en
verdad una jaula- y arrancaron su malévola troca, para seguir perpetrando más
levantones…ejem, perdón, más detenciones de perros.
Afanada en sus quehaceres, la
mamá de Pablito no presenció el atroz secuestro de Cachito, pero Doña Chita, la
vecina de la esquina, lo vio todo desde
la fila de las tortillas y, horas después, desgraciadamente ya muy tarde, cuando el sol
caía, le informó sobre tan lamentable hecho.
Esa tarde, Pablo había salido
de la escuela y después de vagabundear un
rato por el centro de la
ciudad, aceptó ir con sus amigos a jugar
una cascarita de fut en el terreno baldío, cerca de la casa su amigo Lalo.
El ocaso se colaba entre las
ramas de los árboles, cuando Pablo, sudado y quemado por tanto sol, llegó
corriendo a su casa, gritando con
alegría:
-¡Mamá, mamá, mira lo que
compré en el centro: Un collar para
Cachito! Así ya no se perderá. ¿Dónde está? ¿En el patio? ¡Cachito, Cachito!,
¡Toma, toma!
La madre, con un nudo en la
garganta y tratando de contener el llanto, abrazó a su hijo. Dudo un momento y
con un hilito de voz finalmente le dijo:
-¡Ay mijito!, Cachito ya no está;
se ha ido para siempre al cielo de los perros…
Pablito frunció el ceño y viendo a los ojos de su madre, pregunto
abatido:
-Pero madre, ¿Es que acaso lo
ha atropellado un auto?
La buena mujer no pudo más y rompió
en llanto; ¿Cómo explicarle a su pequeño hijo el destino cruel que a Cachito le
esperaba?
Seco sus lágrimas con su
delantal, se arrodilló y tomando al niño
por los hombros, sentenció muy seria:
-Pablo, hay momentos duros en la
vida y este es uno de ellos; Solo imagina que
en este momento Cachito ya esta sentadito en una nube, llena de huesitos
y croquetas, y que desde ahí te ladra para cuidarte, ¿sí?
En su inocencia de niño, Pablo
apenas comprendió lo que su madre le decía; el solo sabía que ya no podría jugar
con su amigo una vez más. Entristecido y con la cabeza gacha, asintió con un “Si
mamá” mientras una lágrima escurría por su mejilla.
-Anda, dame ese collar y lávate
las manos, que la cena está casi lista.
Y Pablo obedeció.
Sofocado por el calor y rebotando en el suelo sucio,
junto con dos compañeros de celda más, Cachito observaba como la ciudad se iba
quedando atrás, entre la polvareda. A su lado, un pequeño french poddle que de tan mugroso parecía un trapeador
usado, no paraba de temblar. En la otra esquina, un perro de raza
indefinible, negro, viejo y mal encarado,
observaba con hastío al par que tenía
enfrente.
-¿Cómo te llamas?- le pregunto
Cachito al pequeño poddle en un intento
por tranquilizarlo un poco.
- Bra-bra…bran…bran…Brandon.
-Ah, nombre gringo; como
Brandon Lee, ¿verdad? Mucho gusto, yo soy Cachito.
-Aaa…a don…de….vaa..a..mos?
-No tengas miedo; lo más
probable es que nos vayan a soltar aquí, en el monte, pero después podremos
regresar a nuestras casas- le respondió Cachito con un optimismo del cual ni él estaba muy seguro.
-¿Por qué lo engañas?-gruño el
perro negro- ¡Tú sabes muy bien a donde
nos llevan!
- Pues la verdad no lo sé… yo
solo intentaba…-respondió afligido Cachito y ya no pudo terminar su respuesta porque
en ese momento la camioneta se detuvo.
El polvo levantado apenas dejaba ver el sitio en el que estaban.
Los dog-busthers, sudados y fastidiados, bajaron de la camioneta.
-No hay nadie, ¿verdad?-
pregunto uno de ellos.
-Pues no se ve movimiento…
-Bueno, ¡A lo que te truje
chencha!, que ya traigo hambre y luego se me pasa la novela….
La nube de polvo se desvanecía
y con incredulidad, Cachito observo el letrero: “Zoológico Municipal”. Mmm. “Esto
sí que es extraño; que yo sepa en los zoológicos no exhiben perros…”-pensaba Cachito
en un intento por entender su situación.
Un rugido que hizo temblar hasta a los dog-busthers, resonó
en el desierto mientras el sol comenzaba a ponerse anaranjado entre los cerros.
-¡Que fue eso? ¡Un león! ¡Fue
un león! Chilló Brandon tan asustado que dejo de tartamudear…
Cachito estaba paralizado,
observando fijamente la silueta de aquel León famélico que se movía
ansiosamente de un lado para otro,
dentro de la jaula.
-¡Órale vato!, ¡Agarra a ese “peludío”,
que es el que hace más escandalo!
-¡Nooo! ¡No, Cachito! ¡Diles que
a mí no, por favor! ¡DILES QUE A MI NOOOOO!-gritó Brandon en su idioma de
perro.
Pero Cachito estaba en shock, con el hocico abierto y la vista
fija en aquella melena despeinada y
enterregada, y esos ojos que
centelleaban en la sombra.
Con la habilidad que solo la práctica
otorga, con un simple movimiento, el hombre
tomo impulso y con el palo arrojó a la jaula, como si de un trapo se
tratara, al pequeño animal.
La bestia, obedeciendo a sus
instinto y hambre, se abalanzo sobre la presa que solo lanzo un sonido
lastimero al sentir los enormes incisivos hundiéndose en su carne blanda.
Por un momento, el silencio de
aquel paraje solo fue interrumpido por alguna chicharra solitaria.
Cachito hundió su cabeza entre
las patas sin acabar de entender lo que acababa de presenciar.
“NO PUEDE SER REAL, ESTO ES
UNA BARBARIE, ESTO NO PUEDE ESTAR OCURRIENDO, ESTO NO PUEDE…”
La reja de la camioneta se abría
de nuevo. Cachito observo como el perro negro fue sujetado del cuello por el
mecanismo. Era el siguiente.
Con una entereza increíble, como de antiguo
gladiador a punto de pisar el Coliseo Romano, el viejo perro negro, cuyo nombre
quedaría en el olvido, se dejó conducir dócilmente por su verdugo. Solo un
instante antes de abandonar la camioneta, miró fijamente a Cachito. Era una mirada áspera,
dura, pero llena de fuerza y honor al mismo tiempo, que duró apenas un segundo.
-No dejes que estas bestias
vean tu miedo- ladró, antes de ser arrastrado por el suelo.
Después, la masacre se repitió.
Con el corazón latiendo
fuertemente, Cachito vio al hombre
acercarse. Mientras el lazo recorría su cuello, apretándolo con fuerza, en su
memoria solo persistía la imagen de
aquel niño que correteaba a su lado.
Un zumbido sordo le lleno la cabeza y de pronto todo fue
negrura.
Escandalosas, unas urracas
volaron en desbandada, justo cuando el ultimo cachito de sol terminaba de
ocultarse entre los cerros; mientras una camioneta municipal destartalada y
sucia, se alejaba por la brecha rumbo a la ciudad, con una jaula vacía, lista
para la jornada siguiente.
Y así en aquel ocaso, como
todo mártir, Cachito entró gustoso al reino perruno de los cielos.
Esa fue la certeza que enraizó
en el corazón y en la imaginación de Pablito, al menos mientras fue un niño.
Colorín, colorado.