Mis palabras son manchones en paredes, bocanadas de vaho en los vidrios empañados. Mis palabras son dibujos titubeantes con colores de cera, manos temblorosas en un cuerpo inexplorado. Son música de niños, de tonos discordantes; flautas de pan repitiendo las lecciones de la tarde. Mis palabras son coágulos ocres emplastados en banquetas, es jadeo intermitente y el eructo inapropiado, el ruido de la orina golpeando entre los bloques, la miseria conjugada y un fraseo de lamentos. Mi palabra es vana, insulsa y trastocada y no por eso se mantiene aprisionada. Mi palabra tiene piernas y se arrastra, rasgándose entre piedras afiladas; es guerrero derrotado, es la hierba que se corta y que se quema. Mi palabra es floja, inconsistente; es reclamo adolescente anacrónico y ya rancio; mi palabra va de largo, convencida de que el mundo será sordo a su estridencia. Mi palabra parapléjica sobrevive a los legrados que buscaban abortarla, Mis palabra no es de fuego, tampoco rayo de hielo; no es siquiera hiriente sarcasmo -último refugio del que le teme al rechazo-, es más bien baba lechosa, de quien mantiene cerrada su boca en anonimato; no hay verdades ni rupturas, tampoco despejan dudas, no son lumínico-etéreas. No, mi palabra es ignominia, es parte diseccionada del colectivo ordinario; es mestizaje sin rumbo viviendo entre los chiqueros. Mi palabra es la tibieza del que agacha la cabeza; es basurero de verbos. tiradero de gerundios, panteón de los sustantivos.
Mi palabra tiene tierra y oxido en los pulmones; mi palabra es una cuerda reventada y un vaso de nieve seca con refresco de toronja y cenizas de cigarro.
Mi palabra ni es palabra; es palabrería hueca y su nombre es legión.