lunes, 8 de febrero de 2010

Podrido


Hay dos brazos flacos en mis piquetes de agujas oxidadas y perros que me miran de soslayo; una vela prendida para un santo; cualquier nombre, cualquier milagro. Mi madre espera lo que yo olvide a los doce años; me cubre con la sabana vieja que es su manto; intenta darme el calor que ya no tengo, pues hay frió empedernido entre mis manos y lodo en mis zapatos desgatados. “Estoy podrido, Madre”, le digo con el último resquicio de cordura; “Tírame al río, con las ratas…”; y ella acaricia mi cabeza y amaga una sonrisa ya apagada. “Tírame al río, Madre; y deja que el fango llene mis venas maltratadas; tírame al río y que el agua cenagosa cure mi fiebre y la basura cubra mis escamas…” Y ella conserva la mirada serena y esconde el dolor entre sus canas. “Ya no tengo la fuerza para otra pinchada, y ya no puedo ser tu niño de hace años; de verdad, tírame al río, mírame, soy solo un vago…” Ceso el ruido inconexo que usaba por palabras, y pude sentir la tibieza de sus manos; un recuerdo borroso cruzo mi mente como un bálsamo, y era su pecho, el de mi infancia, con su latido calmo, su regazo. Fijé mi vista en sus pupilas y de mi boca escurrió un hilo de baba; y alcance a oírla decir con voz cortada: “Si fuiste un vago o no, no importa nada; eres mi niño, ve, descansa…”

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